
No parece tan difícil. El tema es tener bien afilada la vista para distinguir qué clase de vehículo es, a más de cien metros, avanzando a velocidad sobre la avenida y, sobre todo, antes que el semáforo se ponga en amarillo. La ventaja es cantar uno antes que los demás: ¡Cuatro-cuatro!, ¡Cuatro ojos! Entonces sí, cada uno atacará el parabrisas del vehículo elegido con la esponja y el detergente. Tras una buena chorreada jabonosa en el vidrio -que en el mejor de los casos quedará pidiendo una lavada de cara posterior- viene el pedigüeño: "¿Una monedita, don?". Mientras que los otros, los que la altura no les da para alcanzar el parabrisas, pedirán lo suyo después de un improvisado juego de malabares con pelotitas rojas o amarillas (se ven mejor entre las brumas del atardecer). ¿Pedir o mendigar? ¿Los mandan o lo hacen porque no tienen otra salida para comer? La respuesta será según con el cristal con el que se lo mire. Lo único cierto es que para los pibes que durante todos los días se dispersan por las esquinas de las calles, las monedas que juntan son su único recurso de supervivencia, propia y familiar. Una forma de trabajo infantil, si se quiere, que los instala en la calle y que, muchas veces -la mayoría- es el sustento de un hogar extenuado en la miseria que expulsa hijos a la calle; a cara o cruz de peligros y destierros.
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